Rosaura

Partes:
Primera

Hay encuentros que te cambian la vida para siempre. Si yo hoy estudio Criminología, se lo debo al encuentro con un libro que se cruzó en mi camino cuando aún estaba en la secundaria: “Ciencia forense” de Alex Frith. Desde las primeras páginas me quedé cautivada por la asombrosa variedad de técnicas para descubrir al autor de un delito. Una gota de agua, un fragmento de piel, una huella en el polvo, hasta el vuelo de las moscas puede ayudar en la interpretación de una escena del crimen. En la secundaria no habría podido imaginar que al final lograría estudiar esta carrera que ahora tanto me apasiona y, mucho menos, habría podido imaginar lo difícil que sería el camino para lograrlo. Yo vengo de un pueblo que queda a un par de horas de Querétaro y para que pudiera asistir a las clases del primer semestre, mi mamá hizo acuerdos con unos conocidos de la ciudad. Cuando empezaron las clases, me mudé a la casa de esta familia, en la mañana atendía los cursos y en la tarde me dedicaba al aseo de toda la casa. La relación con los integrantes de la familia no era de las mejores, pero yo poco a poco me acostumbré al ritmo de escuela-trabajo-traslados-estudio nocturno. Hasta que, después de unos cuantos meses, un día desapareció un vestido de la hija de la señora, me acusaron de haberlo robado y fui despedida inmediatamente. Naturalmente yo no sabía nada de ese vestido, pero me quedó claro que en esa casa ya no era bienvenida.

Me mudé a otra casa donde mi mamá hizo un acuerdo similar. Ahí también, tras un par de meses de vivir y hacer sus aseos, empezaron a decirme que el recibo de la luz llegaba muy caro por culpa de mis horas nocturnas de estudio y al final me corrieron.

Esta vez no le dije nada a mi mamá y busqué una opción de renta. Gracias a una amiga de la universidad, encontré una organización de apoyo a los estudiantes que me permitía dormir en una gran casa compartida donde también nos daban de comer por 300 pesos al mes. Se me hizo una excelente opción, aunque esto me dejara a malas penas el dinero suficiente para comprarme el pasaje para mi pueblo una vez por semana. Durante los primeros tres meses ahí, comí cada día pan de la central de abastos con crema de cacahuates. Cada día. No me alcanzaba para nada más. Las comidas que nos daban en la organización eran a base de papas, frijoles y arroz. La vida en la casa no era mucho mejor que sus comidas: había mucho desorden y suciedad y yo trataba de limitar mi tiempo ahí. Cuando, por cuestiones de salud, la situación económica de mi familia se volvió más precaria, a mis papás se le complicaba darme lo poquito que me pasaban cada semana y para mí se me hizo imposible seguir en la ciudad.

Rosaura, 21 años, Carrera de Criminología

Rosaura

Partes:
Primera

Hay encuentros que te cambian la vida para siempre. Si yo hoy estudio Criminología, se lo debo al encuentro con un libro que se cruzó en mi camino cuando aún estaba en la secundaria: “Ciencia forense” de Alex Frith. Desde las primeras páginas me quedé cautivada por la asombrosa variedad de técnicas para descubrir al autor de un delito. Una gota de agua, un fragmento de piel, una huella en el polvo, hasta el vuelo de las moscas puede ayudar en la interpretación de una escena del crimen. En la secundaria no habría podido imaginar que al final lograría estudiar esta carrera que ahora tanto me apasiona y, mucho menos, habría podido imaginar lo difícil que sería el camino para lograrlo. Yo vengo de un pueblo que queda a un par de horas de Querétaro y para que pudiera asistir a las clases del primer semestre, mi mamá hizo acuerdos con unos conocidos de la ciudad. Cuando empezaron las clases, me mudé a la casa de esta familia, en la mañana atendía los cursos y en la tarde me dedicaba al aseo de toda la casa. La relación con los integrantes de la familia no era de las mejores, pero yo poco a poco me acostumbré al ritmo de escuela-trabajo-traslados-estudio nocturno. Hasta que, después de unos cuantos meses, un día desapareció un vestido de la hija de la señora, me acusaron de haberlo robado y fui despedida inmediatamente. Naturalmente yo no sabía nada de ese vestido, pero me quedó claro que en esa casa ya no era bienvenida.

Me mudé a otra casa donde mi mamá hizo un acuerdo similar. Ahí también, tras un par de meses de vivir y hacer sus aseos, empezaron a decirme que el recibo de la luz llegaba muy caro por culpa de mis horas nocturnas de estudio y al final me corrieron.

Esta vez no le dije nada a mi mamá y busqué una opción de renta. Gracias a una amiga de la universidad, encontré una organización de apoyo a los estudiantes que me permitía dormir en una gran casa compartida donde también nos daban de comer por 300 pesos al mes. Se me hizo una excelente opción, aunque esto me dejara a malas penas el dinero suficiente para comprarme el pasaje para mi pueblo una vez por semana. Durante los primeros tres meses ahí, comí cada día pan de la central de abastos con crema de cacahuates. Cada día. No me alcanzaba para nada más. Las comidas que nos daban en la organización eran a base de papas, frijoles y arroz. La vida en la casa no era mucho mejor que sus comidas: había mucho desorden y suciedad y yo trataba de limitar mi tiempo ahí. Cuando, por cuestiones de salud, la situación económica de mi familia se volvió más precaria, a mis papás se le complicaba darme lo poquito que me pasaban cada semana y para mí se me hizo imposible seguir en la ciudad.

Rosaura, 21 años, Carrera de Criminología